Ramón J. Sénder
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CARTA PRIMERA NANCY DESCUBRE SEVILLA
Dearest Betsy : Voy a escribir mis impresiones escalonadas en diferentes días aprovechando los ratos libres.
Como sabes, he venido a estudiar a la Universidad de Sevilla. Pero vivo en Alcalá de Guadaira, a diez millas de la ciudad. La señora Dawson, de Edimburgo, que tiene coche y está en la misma casa que yo, me lleva cada día a la ciudad. Suerte que tengo, ¿verdad? Siempre he tenido suerte.
¿Qué decirte de la gente española? En general, encuentro a las mujeres bonitas e inteligentes, aunque un poco..., no sé cómo decirte. Yo diría afeminadas. Los hombres, en cambio, están muy bien, pero a veces hablan solos por la calle cuando ven a una mujer joven. Ayer pasó uno a mi lado y dijo:
—Canela.
Yo me volví a mirar, y él añadió:
—Canelita en rama.
Creo que se refería al color de mi pelo.
En Alcalá de Guadaira hay cafés, iglesias, tiendas de flores, como en una
aldea grande americana, aunque con más personalidad, por la herencia árabe. Al pie de mi hotel hay un café con mesas en la acera que se llama La Mezquita. En cuanto me siento se acercan unos vendedores muy raros —algunos ciegos—, con tiras de papel numeradas. Dicen que es lotería. Me ofrecen un trozo de papel por diez pesetas y me dicen que si sale un número que está allí impreso, me darán diez mil. Yo le pregunté al primer vendedor que se me acercó si es que tenía él tanto dinero, y entonces aquel hombre tan mal vestido se rió y me dijo: «Yo, no. El dinero lo da el Gobierno.» Entonces resulta que todos esos hombres (y hay millares en Sevilla) son empleados del Gobierno. Pero parecen muy pobres.
¿Sabes, Betsy querida? No hay gorilas en España. Cosa de veras inexplicable. No sé cómo han hecho su guerra de gorilas en el pasado por la cual son famosos los españoles en la historia desde el tiempo de los romanos. Tengo que preguntar en la Universidad esta tarde. Aunque me molesta hacer ciertas preguntas, porque hay gente a quien no le gusta contestar. Ayer me presentaron a dos muchachos en la calle de las Sierpes, y yo, que llevaba mis libros debajo del brazo y andaba con problemas de gramática, pregunté al más viejo «Por favor, ¿cómo es el imperfecto de subjuntivo del verbo airear?» El chico se puso colorado y cambió de tema. ¿Por qué se puso colorado?
Me suceden cosas raras con demasiada frecuencia. Y no se puede decir que los hombres sean descorteses, no. Al contrario, se preocupan del color de mi pelo y hasta de mi salud. En la puerta del café hay siempre gente joven, y cuando vuelvo a casa veo que alguno me mira y dice «Está buena.» Yo no puedo menos de agradecerles con una sonrisa su preocupación por mi salud. Son muy amables, pero no los entiendo. A veces se ruborizan sin motivo. O se ponen pálidos. Sobre todo cuando les pregunto cosas de gramática.
De veras, a veces no entiendo las reacciones de la gente. Verás lo que me pasó en el examen de literatura clásica. Estaba sentada frente a tres profesores ya maduros, con su toga y un gorro hexagonal negro —el gorro no en la cabeza, sino en la mesa—. Y uno de ellos se puso a hacerme preguntas sobre el teatro del siglo XVII. Tú sabes que en eso estoy fuerte. Bueno, voy a decirte exactamente lo que preguntó y lo que contesté, y tú me dirás si hay algo que justifique los hechos. El
profesor me dijo:
—¿Puede usted señalar algún tipo característico del teatro de capa y
espada?
—El gracioso—dije.
—Bien. Otro.
—La dueña.
—Otro, señorita.
—El cornudo.
Y los tres profesores, que eran calvos, se pusieron terriblemente rojos, hasta
la calva, hasta las orejas. Yo miré disimuladamente a ver si mi vestido estaba en
desorden, y luego a mi alrededor por si había sucedido algo inesperado; pero
todo era normal.
En fin, me aceptaron el plan de estudios que había hecho cuando decidí venir
aquí. Con objeto de celebrarlo fuimos varias muchachas a Alcalá de Guadaira y las
invité a merendar en el café de La Mezquita. Había una tertulia de toreros,
seguramente gente de poca importancia, aunque son muy jóvenes y tal vez no les
han dado todavía su oportunidad. Hablaban a gritos y yo apunté bastantes palabras
que ignoraba. Por cierto que uno de ellos dijo que no torearía si no le ponían diez
mil beatas delante. Beatas son mujeres piadosas que van a misa cada día.
Entonces yo pensé que aquel joven deseaba atraer a la plaza a la población
femenina de buenas costumbres. Eso debe dar reputación a un torero. Pero más
tarde me dijo Mrs. Dawson que al hablar de beatas tal vez se referían a una moneda
antigua que es la que usan los gitanos para sus negocios.
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